“Siendo niña aprendí de mi madre a
agradecerle a Dios cada día, y a respetar a mis mayores. Que la familia
está unida por lazos irrompibles, que a veces pueden estirarse pero el
tiempo los vuelve a su lugar.
En cuanto a oficios caseros, de pequeña
solo a trastear en la cocina. A poner los ingredientes en fila india
antes de iniciar una receta, para evitar ir de casa en casa por el
vecindario en busca de algo que olvidé apuntar. A distinguir la vainilla
de la salsa china, y estar pendiente del reloj cuando metía algo en el
horno.
Sin embargo, lavar ropa, planchar y
limpiar la casa en general, más bien imitaba a las empleadas, pues me
mandaron a los doce años con mis abuelos a Santander. Fue Centuca, mi
abuelita, la que cumplió con esa responsabilidad. Desde unir las patas
del pantalón y seguir la raya antes de colocar encima la plancha,
comenzar por el cuello de las camisas, seguir con las mangas y los
puños, darle la vuelta a ciertas ropas para no dejarlas con brillo.
Presionar al revés los bordados de los manteles; retorcer la fregona y
no mojar mucho; cepillar el abrigo antes de salir.
El chorrito de vinagre en la última
aclarada para dejar vidrios, espejos, y lámparas brillantes. Enrollar en
una toalla, sin retorcer, la ropa delicada para sacarles la humedad y
extenderlas en superficie plana. Usar medias de algodón para limpiar la
platería, bicarbonato en la refrigeradora, y usar como desengrasante los
pozos del café.
Al reunirme con mis padres en Madrid, en
vísperas de mi mayoría de edad, aprendí a trabajar con seriedad. A no
confundir la velocidad con el tocino, a ser puntual de llegada, y no ver
el reloj a la hora de salida. A tomarme en serio la universidad. Cuando
me lo permitían mis clases los ayudaba en la tienda que compraron
(Librería,
Artículos de Oficina, y de Regalo). Como
primera regla, aprendí a cederle la razón al cliente, la tuviera o no. A
arreglar escaparates, hacer arreglos florales, adornos navideños, a
sugerirle al cliente qué comprar cuando me decía para quien era el
regalo y lo que podía gastar. Volví con mi madre a la cocina y a los
menesteres de la casa, aplicando los trucos que ambas aprendimos de mi
abuela. Llegó la hora de platillos exquisitos, unos sencillos y otros
sofisticados.
A disfrutar atendiendo a mis amigos en la
casa, a su imagen y semejanza, aunque me hubiera dado un palizón
preparándolo todo. A tejer de todo un poco con dos agujas, y hasta
estolas con ganchillo; pero nunca, por más que se empeñó la pobre, pudo
iniciarme en la costura. ¡Te quiero, madre!
María Emilia Horna de Melo
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